25 de mayo de 2009

Tu vida en 65 minutos (de anuncios)

La implantación de la nueva medida de restricción de la publicidad en la televisión pública está causando debate y polémica. Pero mientras tanto, da la sensación de que las cadenas estatales están aumentando la emisión de anuncios para prepararse para el bajón de ingresos que está a la vuelta de la esquina.

Versión Española, un programa que alardea de cinéfilo y cultureta tiene la desvergüenza de colocarte interminables tandas de anuncios durante la proyección de sus películas (además de antes y después de la introducción previa y el coloquio posterior a estas), pero no solo eso, sino que lo hace en momentos clave, eliminando cualquier rasgo artístico de raccord.

Los anunciantes deben tener algo así como la “zappingfobia”: miedo a que el televidente cambie de canal, y tal vez consigan que dejemos de hacerlo, a base de que al regresar al canal de nuestra película nos hayamos perdido los diez segundo más importantes de la misma.

El viernes pasado se proyectó en Versión Española Tu vida en 65 minutos, un titulo espantoso y escasamente creativo que precede a una película entretenida aunque algo floja.



Según su directora, María Ripoll (Utopía, Tortilla Soup, Lluvia de zapatos...) y su guionista, Albert Espinosa (Planta Cuarta) su película habla de la muerte. No lo creo. Instintivamente todas las películas terminan hablando de amor. Más que una cinta de ficción, diría que se trata de una película de fantasía; una historia inverosímil que hace difícil que firmemos el pacto ficcional y nos adentremos en ella.
Rodada con originalidad, la película incluye quizá demasiado tipos distintos de planos, angulaciones y efectos, como si no quisiera dejar de usar todos los avances que la tecnología ha desarrollado para el cine. En cualquier caso estos aportan a la cinta un ritmo ágil y una perspectiva diferente.
En cuanto al guión, parte de una idea interesante pero comete el error de querer cerrar la circunferencia para que todo encaje. No hacía falta; el final había quedado claro cinco minutos antes de concluir la película.
Son opiniones personales de una humilde inexperta. Obviamente, Cayetana discrepa.

15 de mayo de 2009

Juan Muñoz. Retrospectiva



Un foco proyecta la sombra de una escultura antropomórfica en una pared blanca. La sombra es del tamaño de una persona real. La escultura es muy pequeña para parecer una persona de verdad. Situándonos estratégicamente podemos acariciar la cabeza de la escultura o dar golpecitos en ella. Pero no se alarmen, solo estamos jugando con su sombra.
Esta obra representa el espíritu de toda la Muestra, las características de todas las obras que componen la Retrospectiva de Juan Muñoz que hace menos de un mes aterrizó por fin en Madrid. El tamaño de sus figuras, irreal pero a la vez sombra de lo humano; la combinación de lo clásico con lo nuevo, de la escultura con lo audiovisual, de la materia con el espacio. Y la interactuación; las obras se terminan cuando el público las observa y siente, e incluso responde.



Miedo, angustia, incertidumbre. Esos son los sentimientos que afloran cuando uno entra en el Reina Sofía y se encuentra a dos hombres colgados del techo, con los pies muertos y los dedos de las manos inmóviles en rigor mortis al final del pasillo. Gracias a dios, la dictadura de los patios cerrados ha terminado y podemos salir a tomar el aire bajo el móvil de Calder. En el patio hay cuatro obras de Muñoz, presumiblemente las más fotografiadas, similares y casi indescifrables. Las obras del patio pertenecen a una colección particular. Que vacío se debe haber quedado el jardín multimillonario de su dueño estos últimos meses, con su humilde decoración paseándose por la Tate, el Gugghenheim y el Reina.
A lo largo del recorrido me voy fijando en la procedencia de las obras; la mayoría pertenecen a colecciones privadas y asumo que sus dueños tienen pesadillas.



Da la sensación de que las obras que componen está Retrospectiva están esparcidas por el Museo de manera aleatoria, para que el visitante se tope con ellas sin previo aviso. Y esto es lo que recomiendo, que se olviden mapas y recorridos, y se pasee sin más por el Museo.
Avanzando por el pasillo exterior de la tercera planta nos vamos encontrando con una serie de puertas, que no sabemos si atravesar. En parte por la sombra de un guardia jurado que nos persigue porque ha creído oír el sonido del obturador de una cámara. En parte por el respeto que imponen las instalaciones de Muñoz, de las que el espacio diáfano forma parte; en las que el suelo y el techo enmarcan la obra. Con precaución, el visitante asoma la cabeza por la abertura de la puerta para encontrarse en total soledad con una escultura humanoide, demasiado pequeña en una habitación demasiado grande; demasiado bajita para un techo demasiado alto. Debe ser la única sala en la que, aún sin estar bloqueada por un cordón granate, nadie ha entrado todavía.

Por la siguiente puerta accedemos a la sobrecogedora visión de una diáfana habitación blanca llena de hombrecitos de una estatura que ni pequeña ni normal, de rasgos achinados y muy sonrientes. Tan sonrientes que a uno le dan ganas de llorar. Allí están esos muñecos que no sabes si están interactuando entre ellos o con el público, restringido, que los visita de diez en diez.

Pero sin duda lo más angustioso, por inesperado, son las esculturas que hablan. Mueven la boca, despacio, como si quisieran decirnos algo, a nosotros, al psiquiatra, al confesor o a la pared. Pero como si su voz no pudiera subir el volumen o como si no quisieran que se enterara nadie más.

No permanezcan mucho tiempo en las salas; agradezcan el frío metal de Julio González en la otra gran exposición que comparte espacio y tiempo con la de Muñoz, pero no duden en dejarse caer por allí, porque de verdad merece la pena.



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Juan Muñoz. Retrospectiva.
Hasta el 31 de Agosto en el Reina Sofía.